Los pecados

Para mi hermanita Mari Carmen Azkona en el día de su sepelio.


Todos llaman al hombre de la barba blanca por su apellido: Krali. Solo algunos allegados saben su nombre. Su abuela siempre le decía: "¡Ay, cuánto quiero yo a mi Rüyalarin!". Viene de la Plaza de España por la Calle Miguel Primo de Rivera. Llega al número siete. Mientras mete la mano en el bolsillo, mira la fachada de su casa. Hay en ella un reloj que marca las cinco y seis minutos. Una pluma en un tintero. Unos libros que simulan ser aves en vuelo. Son los tres misterios ocultos que nadie sabe ver. También una arcada imitando el gris moteado del granito de las jambas de puertas y ventanas. Y la estantería de madera en la que se simula bien el silencio de los libros cerrados. Abre la puerta. Hay un pasillo de ocho metros y cuatro escalones que asciende hasta la puerta del patio interior. Al final del pasillo, a la derecha, hay una escalera. Krali descubre que en el quinto escalón hay una niña de unos cinco años. "Mi hermana me ha abandonado", dice entre balbuceos. Lo mismo que me hermanita Mari Carmen Azkona: ¿ha muerto? No, pero es que no se hace cargo de mis pecados.